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una navaja.
-¿Y qué? ¿Y qué? -repuso el Pastiri-. Yo te digo que es un pipi y que no
pue con la jinda que tiene.
-Bueno; pero él se rascaba y echaba cada derrote... -añadió el
cordonero.
-¡Que se rascaba! Pero ¡qué cacho de primo! ¿Tú lo has visto?
-Y bien.
-Pero ¡qué vas a ver tú, si estás cheo!
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Pío Baroja
Ya quisieras estar tan fresco como yo, ¡bah!
-Pero ¡si no puedes con la tajada que llevas!
-Calla, calla, tú sí que no puedes con la curda; yo te digo que si se
descuida aquí -y el Besuguito señaló a Leandro-, con los viajes que le ha
tirado malamente, le moja.
-¡Magras!
-Es una opinión, hombre.
-Tú no opinas aquí na -exclamó Leandro-. Tú te vas a tomar el fresco
y te callas. El Valencia es más blanco que el papel; lo que dice el Pastiri,
eso. Muy valiente para explotar a los sarasas como tú y a los chavalejos
de mal vivir...; pero cuando se encuentra con un tío que los tiene bien
puestos, ¿qué? Na, que es un ganguero más blanco que el papel.
-Es verdad -asintieron todos.
-Y menúo abucheo que le vamos a dar a ese gachó -dijo el presidiario
cumplido-, si viene aquí a cobrar el barato.
-¡La pértiga! -exclamó el Pastiri.
-Bueno, señores; ahora yo convido -dijo Leandro-,porque tengo dinero
y porque sí -y sacó unas monedas del bolsillo y dio con ellas en la mesa-.
Tabernera, unas tintas.
-Ya van.
-¡Manuel! ¡Manuel! -gritó después Leandro varias veces-. Pero ¿dónde
está ese chaval?...
Manuel, siguiendo el camino del matón, se había escapado por la
puerta de la trastienda.
IX
Una historia inverosímil - Las hermanas de Manuel
Lo incomprensible de la vida
Era ya a principios de otoño; Leandro, por consejo del señor Ignacio,
vivía con su abuela en la calle del Aguila; la Milagros seguía en relaciones
con el Lechuguino. Manuel abandonaba a Vidal y el Bizco en sus
escaramuzas y se juntaba con Rebolledo y los dos Aristas.
El mayor, el Aristón, le entretenía y le aterrorizaba contándole cosas
lúgubres de cementerios y aparecidos; el Aristas pequeño seguía en sus
ejercicios gimnásticos; había hecho un trampolín con una tabla puesta
sobre un montón de arena, y allí aprendía a dar saltos mortales.
Un día apareció en el Corralón don Alonso, el ayudante del Tabuenca,
acompañado de una mujer y de una niña.
La mujer parecía vieja y cansada; la niña era larguirucha y pálida. Don
Alonso las acomodó en un chiscón del patio pequeño.
Traían un fardelillo de ropa, un perro de lanas sucio con mirada muy
inteligente y un mono atado a una cadena; al poco tiempo tuvieron que
vender el mono a unos gitanos que vivían en la Quinta de Goya.
Don Alonso llamó a Manuel y le dijo:
-Vete a buscar a don Roberto y dile que hay aquí una mujer que se
llama Rosa, y que es o ha sido volatinera; debe ser la que él busca.
Manuel fue inmediatamente a la casa; Roberto se había marchado de
allí y no sabían su paradero.
Don Alonso iba por el Corralón con mucha frecuencia y hablaba con la
mujer y la niña. En el marco de la ventana de su casa tenían madre e
hija una cajita con una mata de hierbabuena, que, aunque la regaban
todas las mañanas, como no le daba el sol, apenas crecía. Un día las
mujeres desaparecieron con su hermoso perro de aguas; no dejaron en
la casa más que una pandereta usada y rota ...
Don Alonso tomó la costumbre de aparecer por. el Corralón; solía
echar un párrafo con Rebolledo, el de la barbería modernista, que
hablaba por los codos, y presenciaba las habilidades gimnásticas del
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Pío Baroja
Aristas. Una tarde la madre de éste preguntó al antiguo Hombre-boa si
el chico tenía verdaderas disposiciones.
Don Alonso se puso serio y examinó detenidamente los trabajos del
muchacho para darse cuenta de sus facultades, y le dio algunos útiles
consejos.
Era verdaderamente curioso ver al viejo titiritero dando órdenes; lo
hacía con una seriedad augusta.
-Una, dos, tres... O pla... De nuevo. En posición. Las rodillas cerca de
la cabeza..., uñas para abajo..., una, dos..., una, dos... O pla.
Don Alonso no quedó descontento del Aristas, pero afirmó la necesidad
ineludible del trabajo constante.
-Quien algo quiere, algo le cuesta, chiquillo -dijo-, y el ser gimnasta no
está a la altura de cualquiera.
A la madre, confidencialmente, le aseguró que su hijo podría ser un
buen artista de circo.
Después don Alonso, viéndose ante un público numeroso, comenzó a
hablar con volubilidad de los Estados Unidos, de México y de las
Repúblicas sudamericanas.
-¿Por qué no nos cuenta usted cosas de esos países que ha visto? -le
preguntó Perico Rebolledo.
-No, ahora no; tengo que salir con la torre Infiel.
-¡Ah!... Cuente usted -dijeron todos.
-Don Alonso aparentó que le molestaba la petición; pero, cuando tomó
el hilo, contó, una tras otra, historias y anécdotas en tal cantidad, que
casi le tuvieron que pedir que se callara.
-¿Y en esas tierras no ha visto usted hombres muertos por los leones?
-preguntó Aristón.
-No.
-,Es que no hay leones?
-Leones en jaulas.., muchos.
-Pero yo digo en el campo.
-En el campo, no.
Don Alonso pareció bastante contrariado al hacer estas confesiones.
-¿Ni otras fieras tampoco?
-Ya no hay fieras en los países civilizados -dijo el barbero.
-Pues mire usted, sí, allá hay fieras -y don Alonso hizo una mueca
burlona y una señal de inteligencia a Rebolledo-. Una vez me sucedió
una cosa terrible; pasábamos cerca de una isla y oímos cañonazos. Era
la guarnición que tiraba salvas.
-Pero ¿por qué se ríe usted? -preguntó Aristón.
Es nervioso... Pues sí, me acerqué al capitán del barco y le pedí
permiso para que me dejase desembarcar en la isla. Bueno -me dijo-;
llévese usted la Golondrina, si quiere -la Golondrina era el nombre de la
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La lucha por la vida I. La busca
piragua-;pero dentro de un par de horas esté usted de vuelta.
»Me embarco en mi bote, y ¡hala!, ¡hala!..., llego a la isla, que estaba
poblada de plátanos y cocoteros, y desembarco en una playa, en donde
se hundió la proa de la Golondrina.
Aquí, don Alonso hizo la mueca del hombre que no puede contener la
risa, y lanzó después al barbero una mirada acompañada de un guiño
confidencial.
-Salto a tierra -siguió diciendo don Alonso-;echo a andar, y de pronto,
paf... en la cara, un mosquito enorme, y luego, paf... otro mosquito,
hasta que me rodeó una nube de aquellos animales tan grandes como
murciélagos. Con la cara martirizada echo a correr a la playa, a
embarcarme, cuando veo un cangrejo que estaba junto a la Golondrina;
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