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contra su rostro a un bicho extraordinariamente inmóvil, insecto o molusco, que se movía en la
sombra. Su forma era esférica; la parte central, de un negro húmedo y brillante, se hallaba
rodeada de una zona de color blanco rosáceo o apagado; unos pelos como flecos cruzaban la
periferia, nacidos de una especie de caparazón pardo estriado de grietas y abollado. Una vida casi
pavorosa habitaba en aquella cosa frágil. En menos de un instante, antes incluso de que su visión
pudiera formularse con el pensamiento, reconoció que lo que estaba viendo no era más que su
propio ojo reflejado y aumentado por la lupa, detrás de la cual la arena y la hierba formaban una
especie de azogue como el de un espejo. Se levantó pensativo. Se había visto viendo. Escapando
a las rutinas de las perspectivas habituales, había contemplado muy de cerca el órgano pequeño y
enorme, próximo pero extraño, vivo pero vulnerable, provisto de imperfecto aunque prodigioso
poder, del que él dependía para contemplar el universo. No había nada teórico que sacar de
aquella visión, que acrecentó extrañamente el conocimiento que tenía de sí mismo, y al mismo
tiempo su noción de los múltiples objetos que componen ese sí. Como el ojo de Dios en
determinadas estampas, aquel ojo humano se convertía en un símbolo. Lo importante era recoger
lo que este ojo filtraría del mundo antes de que se hiciera de noche, controlar su testimonio y, en
caso de ser posible, rectificar sus errores. En cierto sentido, el ojo contrarrestaba al abismo.
Salía del negro desfiladero. La verdad era que ya había salido de él más de una vez. Y
seguiría saliendo. Los tratados dedicados a la aventura del espíritu se equivocaban al asignarle a
ésta unas fases sucesivas: todas, al contrario, se entremezclaban. Todo se hallaba sujeto a
infinitas repeticiones. La búsqueda del espíritu daba vueltas en círculo. Antaño en Basilea, lo
mismo que en otros lugares, había pasado por la misma noche. Las mismas verdades habían sido
reaprendidas varias veces. Pero la experiencia era acumulativa: el paso, a la larga, se iba
haciendo más seguro; el ojo veía más allá en ciertas tinieblas; el espíritu comprobaba al menos
ciertas leyes. De la misma manera que un hombre sube o baja la ladera de una montaña, él se
elevaba y se hundía sin moverse del sitio; todo lo más, a cada revuelta, el mismo abismo se abría
tan pronto a la derecha como a la izquierda. La subida sólo podía medirse por el aire, que se iba
haciendo más escaso, y por las nuevas cimas que apuntaban en el horizonte. Pero las nociones de
ascensión o de descenso eran falsas: los astros brillaban igual abajo que arriba; no estaba ni en el
fondo del abismo, ni tampoco en el centro. El abismo se hallaba al mismo tiempo más allá de la
esfera celeste y en el interior de la bóveda ósea. Todo parecía realizarse en el fondo de una serie
infinita de curvas cerradas.
Había vuelto a escribir, pero sin la intención de publicar sus trabajos. De entre todos los
tratados antiguos de medicina, siempre admiró el libro III de las Epidémicas de Hipócrates, por
la exacta descripción de los casos clínicos y sus síntomas, sus progresos día a día y su resolución.
Él llevaba un registro análogo en lo concerniente a los enfermos tratados en el hospicio de San
Cosme. Puede que algún médico que viviera después de él sacara algún fruto del diario redactado
por un practicante que ejerció en Flandes, en tiempos de Su Católica Majestad Felipe II. Un
proyecto más atrevido le llevó cierto tiempo: el de un Liber Singularis, en donde anotó todo
cuanto sabía sobre el hombre, basándose en sí mismo, su complexión, su comportamiento, sus
actos confesados o secretos, fortuitos o voluntarios, sus pensamientos y también sus sueños.
Redujo su plan, por considerarlo demasiado amplio, y se limitó a un año vivido por aquel
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hombre, y luego a un solo día. Seguía escapándosele la inmensa materia y pronto se percató de
que, de todos sus pasatiempos, aquel era el más peligroso. Renunció a él. En ocasiones, para
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