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mis ma nos. En realidad, en este momento eran muchas más las preocupaciones que cuando llevaba una
vida solitaria en la isla, donde no deseaba nada que no tuviese ni tenía nada que no desease. Ahora, en
cambio, tenía un gran peso sobre los hombros y mi problema era buscar la forma de asegurarlo. No
disponía de una cueva donde esconder mi dinero ni un lugar donde pudiera dejarlo sin llave o cerrojo para
que se enmoheciera antes de que alguien pudiera utilizarlo. Todo lo contrario, ahora no sabía dónde ponerlo
ni a quién confiárselo. Mi viejo patrón, el capitán, era un hombre honesto y el único refugio que tenía.
En segundo lugar, mis intereses en Brasil parecían recla mar mi presencia pero no podía ni pensar en
marcharme antes de haber arreglado todos mis asuntos y dejado mis bienes en buenas manos. Al principio,
pensé en mi vieja amiga, la viuda, que siempre había sido honesta conmigo y seguiría siéndolo. Mas, estaba
entrada en años, pobre y, según me parecía, endeudada. No me quedaba otra alternativa que regresar a
Inglaterra llevando mis riquezas conmigo.
No obstante, tardé unos meses en resolver este asunto y, habiendo recompensado plenamente y a su
entera satisfacción a mi capitán, mi antiguo benefactor, comencé a pensar en la pobre viuda, cuyo marido
había sido mi primer protector. Incluso ella, mientras pudo, había sido una leal administradora y consejera.
Así, pues, le pedí a un mercader de Lisboa que le escribiera una carta a su corresponsal en Londres,
indicándole que, no solo le entregase una letra a aquella mujer, sino que, además, le diese cien libras en
moneda y la visitase y consolase en su pobreza, asegurándole que yo la ayudaría mientras viviese. Al
mismo tiempo, le envié cien libras a cada una de mis hermanas, que vivían en el campo, pues, aunque no
padecían necesidades, tampoco vivían en las mejores condiciones; una se había casado y enviudado y la
otra tenía un marido que no era tan generoso con ella como debía.
Sin embargo, no hallaba entre todos mis amigos y conocidos alguien a quien confiarle el grueso de mis
bienes, a fin de poder viajar a Brasil, dejando todo asegurado. Esto me producía una gran perplejidad.
Alguna vez había pensado viajar a Brasil y establecerme allí, pues estaba, como quien dice,
acostumbrado a aquella región. Pero tenía ciertos escrúpulos religiosos que irracio nalmente me disuadían
de hacerlo, a los cuales haré referencia. En realidad, no era la religión lo que me detenía, pues si no había
tenido reparos en profesar abiertamente la religión del país mientras vivía allí, no iba a tenerlos en estos
momentos. Simplemente, ahora pensaba más en dichos asuntos que antes y, cuando imaginaba vivir y
morir allí, me arrepentía de haber sido papista, pues tenía la convicción de que esta no era la mejor religión
para bien morir.
No obstante, como he dicho, este no era el mayor in conveniente para viajar a Brasil, sino el no saber a
quién confiarle mis bienes. Finalmente, resolví viajar con todas mis pertenencias a Inglaterra, donde
esperaba encontrar algún amigo o pariente en quien pudiese confiar. Así, pues, me preparé para viajar a mi
país con toda mi fortuna.
A fin de preparar las cosas para mi viaje a casa, y puesto que la flota estaba a punto de zarpar rumbo a
Brasil, decidí responder a los informes tan precisos y fieles que había recibido. En primer lugar, le escribí
una carta de agradecimiento al prior de San Agustín por su justa administración y le ofrecí los ochocientos
setenta y dos moidores de los que aún no había dispuesto para que los distribuyera de la siguiente forma:
quinientos para el monasterio y trescientos setenta y dos para los pobres, según lo estimara conveniente.
Aparte de esto, le expresé mis deseos de contar con las oraciones de los buenos padres.
Luego le escribí una carta a mis dos administradores, reconociendo plenamente su justicia y honestidad.
En cuanto a enviarles algún regalo, estaban más allá de cualquier necesidad.
Por último, le escribí a mi socio, agradeciéndole su diligencia en el mejoramiento de mi plantación y su
integridad en el aumento de la producción. Le di instrucciones para el futuro gobierno de mi parte según los
poderes que le había dejado a mi antiguo patrón, a quien deseaba que se le enviase todo lo que se me
adeudaba, hasta nuevo aviso y le aseguré que, no solo iría a verlo, sino a establecerme allí por el resto de
mi vida. A esto añadí unas hermosas sedas italianas para su mujer y sus dos hijas, pues el hijo del capitán
me había hablado de su familia, y dos piezas del mejor paño inglés que pude encontrar en Lisboa, cinco
piezas de frisa negra y algunas puntillas de Flandes de mucho valor.
Tras poner en orden mis negocios y convertir mis bie nes en buenas letras de cambio, aún me faltaba
-
decidir cómo llegar a Inglaterra. Me había acostumbrado al mar pero, esta vez, sentía cierto recelo de
regresar a Inglaterra por barco y, aunque no era capaz de explicar el porqué, la aversión fue aumentando de
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